Me siento ciudadano y conciudadano de muchos, y no súbdito ni vasallo de nadie. En consecuencia, no tengo el menor aprecio ni simpatía por la monarquía, ni por la española, ni por ninguna otra. Y además, debo añadir, no me ha gustado ni un pelo que el rey Juan Carlos haya aceptado y recogido el primer Premio FAES de la Libertad "por su defensa de la democracia".
Y ello es así por varias razones. La primera, por supuesto, por el anfitrión: el ex-presidente José María Aznar, que utilizó el acto para alabar el espíritú de una Constitución contra la que él argumentó con virulencia en el arranque de su carrera política, para recordar y reivindicar una Transición democrática en la que él nunca creyó, y para dar lecciones de acuerdo, consenso, integración y concordia, valores que él mismo no fomenta cuando aprovecha cada ocasión que se le presenta para cuestionar la legitimidad democrática del gobierno actual y, de paso, convertirse en el peor embajador que jamás haya tenido España en toda su historia.
¿Para qué, entonces, este premio? Aznar, como presidente de la FAES, quería dar brillo a su Fundación y darse brillo a sí mismo otorgando el premio a alguien "grande" e "indiscutible". Se lo ha concedido al rey, y ya es la segunda vez que utiliza al monarca para sus muy personales afanes e intereses. La primera fue cuando le hizo compartir mesa y mantel con Francisco Correa, El Bigotes y el resto de los "chicos Gürtel", con motivo del enlace principesco entre su encantadora hija y su sospechosísimo yerno.
A mi entender, el rey jamás debió aceptar el honor envenenado de esta Medalla de la Libertad de la fundación FAES. Aznar sólo representa a una parte del PP, y no precisamente a la más comprometida con los valores de la democracia. Comprendo que el rey exija respeto por la Constitución y las instituciones; e incluso puedo dar por buenos, con más resignación que entusiasmo, algunos de los valores que sus incondicionales le han atribuido a lo largo de estos años. Ahora bien, que Aznar hable de libertad, democracia y Constitución arropado por personajes tan siniestros como Esperanza Aguirre, Angel Acebes, Federico Trillo y compañía, me parece tan hipócrita y tan intolerable como que el rey, en su discurso de agradecimiento, destaque la gran labor que desarrolla la FAES en el debate social, económico, político y cultural en España.
¿Qué significa hoy la fundación FAES de José María Aznar en la vida pública española? FAES significa islamofobia, choque de civilizaciones y militarismo neocón; FAES significa clericalismo ultramontano y homofobia; FAES significa capitalismo salvaje y desprecio a los derechos laborales y sociales... ¿Acaso son estos los valores a los que un monarca constitucional debe dedicar un discurso?
Mientras espero paciente y pacíficamente la llegada de una III República que retome en su integridad la legitimidad y la legalidad democrática instituida por los españoles el 14 de abril de 1931, sólo pido, con toda plebeya humildad: que el rey observe una rigurosa neutralidad en su actuación pública y se cuide de honores envenenados como estos. Sobre todo porque, aprovechando el tirón, bien pudiera ocurrir que próximamente la Conferencia Episcopal de Rouco Varela le ofrezca el Premio a la Tolerancia, la Generalitat valenciana de Paco Camps le conceda el Trofeo al Juego Limpio, o la cadena radiofónica de Federico Jiménez Losantos le otorge la Medalla a la Concordia. ¿También estos debería aceptarlos el monarca?
El ex-presidente Aznar, no contento con poner los pinreles en la mesa del rancho de Bush y llevarnos a una guerra criminal y genocida cuyas consecuencias en Iraq y en España todos conocemos, quiere ahora fortalecer su ultrafundación aunque sea a costa de debilitar la institución monárquica. Una institución que, mientras tengamos que seguir soportándola, debería mantener una escrupulosa ecuanimidad en todos sus actos, y que, cuando por fin se extinga, deberá hacerlo por la soberana voluntad democrática de los pueblos de España, y no por las marrullerías de un autócrata iluminado como el ex-presidente Aznar.
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