En los últimos tiempos escuchamos, tal vez con demasiada frecuencia, eso de la “marca España” en boca de gobernantes, empresarios, portavoces y propagandistas… Nos hablan de ella como aquello que nos distingue y nos hace maravillosamente diferentes a otros pueblos del planeta, y de cómo hay que proteger y ofrecer esa marca al mundo, venderla bien, para al final triunfar y salir de la crisis gracias a esa nuestra muy peculiar y ventajosa idiosincrasia.
El problema, al menos para quien esto escribe, es identificar cuáles son los aspectos, valores y puntos que realmente conforman la “marca España”. Que, me temo, poco tendrán en común con los que pretenden vender nuestros mandatarios.
Spain is different, acuñaron desde aquel Ministerio de Información y Turismo franquista que dirigía con mano de hierro Fraga Iribarne, conocido demócrata de toda la vida. Desde siempre (al menos desde los fenicios, si no más atrás) hemos ofrecido al mundo nuestro sol, nuestros alimentos y materias primas, nuestra cultura, nuestro patrimonio artístico y natural y, por encima de todo, nuestra hospitalidad de pueblo mestizo y viajero.
El problema, al menos para quien esto escribe, es identificar cuáles son los aspectos, valores y puntos que realmente conforman la “marca España”. Que, me temo, poco tendrán en común con los que pretenden vender nuestros mandatarios.
Spain is different, acuñaron desde aquel Ministerio de Información y Turismo franquista que dirigía con mano de hierro Fraga Iribarne, conocido demócrata de toda la vida. Desde siempre (al menos desde los fenicios, si no más atrás) hemos ofrecido al mundo nuestro sol, nuestros alimentos y materias primas, nuestra cultura, nuestro patrimonio artístico y natural y, por encima de todo, nuestra hospitalidad de pueblo mestizo y viajero.
Pero la contaminación incontrolada envenena nuestros suelos, aguas y aires, y el urbanismo depredador degrada nuestros pueblos y ciudades (por añadidura, la nueva Ley de Costas redactada a capricho de los gángsteres inmobiliarios acabará de destruir nuestras playas, y los horrendos proyectos de fracking destrozarán desde dentro nuestros montes). Los recortes presupuestarios y la emigración masiva de talentos están arrasando nuestra vida cultural. El panorama generalizado de desempleo, pobreza y represión tampoco parece animar mucho al turismo extranjero (¿pasaría usted sus vacaciones en un país cuyas tres estampas hoy mejor conocidas en el mundo son políticos corruptos impunes, ciudadanos buscando comida en la basura y policías antidisturbios desalojando familias de sus viviendas?). Al final, incluso esa naturaleza alegre y hospitalaria de los pueblos de España está dejando paso a esa tristeza, esa desesperanza y esa mala uva que nos embarga (¡seis millones de españoles aquejados de ansiedad crónica, dicen los expertos!). Y todo ello, por culpa precisamente de los mismos tipos que nos quieren vender la moto de la “marca España”, ¡jodo petaca!
Para tratar de dar un poco de consistencia a este espantajo de la “marca España”, sus publicitas han tratado de asociarla con los brillantes éxitos deportivos protagonizados por españoles en los últimos años. No en vano, ahí tenemos a los Nadal, Alonso, Lorenzo, Gasol, las selecciones nacionales de fútbol y baloncesto, algunos medallistas olímpicos y un largo etcétera. Pero seamos sinceros: el nuestro no ha sido nunca un país de deportistas, sino más bien de aficionados (a veces, forofos violentos) a ver deportes, desde un butacón o desde una grada, con copa y puro en la mano, y lanzando improperios al rival o al colegiado de turno. Mientras el deporte-espectáculo de masas mueve miles de millones al año, el deporte de base agoniza por falta de recursos y, sobre todo, nada ni remotamente parecido a la noble ética deportiva inspira a gobernantes ni gobernados.
Entonces, ¿dónde está la marca España? ¿En qué somos buenos? ¿Qué otras cosas podemos ofrecer y exportar al mundo? ¡Sin duda! Hay terrenos de la vida en los que somos, sin duda, pioneros y campeones, y eso lo destacan no solo los medios nacionales sino todos los medios del planeta, de Japón a las Malvinas y de Suecia al Senegal: multiplicamos los índices de paro y precariedad promedio de la Unión Europea, y nuestros jóvenes encabezan los índices europeos de emigración; tenemos fichados a buena parte de los mejores y más expertos pícaros, ladrones y especuladores de la clase política y empresarial europea y planetaria; gozamos de algunos de los medios de comunicación más degradantes y reaccionarios del hemisferio occidental y de la jerarquía eclesiástica campeona de sectarismo e intolerancia de todo el mundo cristiano; la Casa Real más chusca e impresentable del cada día más reducido club de regímenes monárquicos;...
¿Que cómo hemos conseguido todo esto? Pues, para empezar, y en la raíz de todo, sustituyendo la educación en valores y la ética del trabajo decente por una venenosa combinación de ambición e hipocresía, catecismo neoliberal y catecismo del Opus, maletín negro y pulserita rojigualda, en esa larga tradición de maestros trapisonda del forramiento hispánico de las últimas tres décadas de trincocracia democrática: Ruiz-Mateos, Roldán, Gil, Conde, Aznar, Rato, Blesa, Camps, Pujol, Díaz Ferrán, Dívar, Bárcenas, Urdangarín,...
Después de treinta años de palabras vacías y sobres llenos, han arrasado el país. Debajo de la “marca España” ya no queda nada. Somos otra vez un país de braceros (y de brazos caídos) sin más salida para millones de ciudadanos que la miseria o la emigración. Arruinada la finca, sus malos gestores la venden ahora por piezas a fondos de capital riesgo y otros piratas financieros, bajo las órdenes de Ángela Merkel, el Banco Central Europeo, los banqueros de Londres y los chupatintas de Bruselas. Y, entre tanto infortunio y tanta vergüenza, medio país o más sigue ciego, sordo, ignorante y feliz, mirando la TV o embruteciéndose en romerías, botellones y otros festejos. Esta es, hoy, la genuina “marca España”: la de la pobreza, la injusticia y la ignorancia. Y así seguirá sucediendo, mientras se lo permitamos.